Tres padrinos en el Oasis
Don Giorgione reinó durante más de veinte años en su tierra natal, parte de un imperio que se extendía hasta la Sicilia de la Cosa Nostra y el Nápoles de la Camorra. Era una nacionzuela feliz, donde reinaba la ley del silencio que permitía la corrupción generalizada y la obscena promiscuidad de los poderes político, económico y mediático. A esa ley no escrita la llamaban Omertà.
Pero llegó un momento en que su provecta edad le obligó a jubilarse. Para ello había preparado a su dilecto y amadísimo hijo, Arturo, destinado a llamarse Don Arturone. Pero he aquí que en el momento que iba a celebrarse la cesión de los omnímodos poderes, regresó de las tierras más orientales del imperio Don Pasqualone, el hermano menor de Don Giorgione, que de forma inesperada se hizo con el poder y dejó al pobre Arturito en la estacada. Para ello contó con la inestimable ayuda de Giuseppe-Luigi, el hijo menor de Don Gorgione, un bala perdida, un asocial que había sido desheredado por Don Gorgione.
Un día Don Pasqualone, atribulado por ciertos problemas con su adormecido populacho azuzado por el otrora favorito Arturito, ebrio de poder y de etanol, se atrevió a romper la Omertà y dio una patada a Arturito en el trasero de Don Giorgione. Las aguas del Oasis de esa Arcadia feliz, espejismo de una real charca hedionda, se turbaron sobremanera, todo se ponía en peligro, y Don Giorgione tuvo que volver del dulce asilo, y dar cuatro voces para poner a todos en su sitio.
Dicho y hecho. Don Pasqualone y Arturito firmaron la paz, juraron nunca más romper la ley del silencio, y éste último se quedó tranquilo: Don Pasqualone le había prometido que cuando su hora periclitara, él, Don Arturone, heredaría el poder total de esa Hamelín adormecida.
Hubo un hombre, tan sólo un hombre, el valiente Giuseppe, que se atrevió a denunciar a la infame mafia en la plaza pública, pero nadie le hizo caso. Todos, los poderosos y los humildes, vivían contentos, los primeros sabiéndolo todo, y los segundos no sabiendo nada, no queriendo saber nada.
Colorín colorado, esta fábula se ha acabado.
Pero llegó un momento en que su provecta edad le obligó a jubilarse. Para ello había preparado a su dilecto y amadísimo hijo, Arturo, destinado a llamarse Don Arturone. Pero he aquí que en el momento que iba a celebrarse la cesión de los omnímodos poderes, regresó de las tierras más orientales del imperio Don Pasqualone, el hermano menor de Don Giorgione, que de forma inesperada se hizo con el poder y dejó al pobre Arturito en la estacada. Para ello contó con la inestimable ayuda de Giuseppe-Luigi, el hijo menor de Don Gorgione, un bala perdida, un asocial que había sido desheredado por Don Gorgione.
Un día Don Pasqualone, atribulado por ciertos problemas con su adormecido populacho azuzado por el otrora favorito Arturito, ebrio de poder y de etanol, se atrevió a romper la Omertà y dio una patada a Arturito en el trasero de Don Giorgione. Las aguas del Oasis de esa Arcadia feliz, espejismo de una real charca hedionda, se turbaron sobremanera, todo se ponía en peligro, y Don Giorgione tuvo que volver del dulce asilo, y dar cuatro voces para poner a todos en su sitio.
Dicho y hecho. Don Pasqualone y Arturito firmaron la paz, juraron nunca más romper la ley del silencio, y éste último se quedó tranquilo: Don Pasqualone le había prometido que cuando su hora periclitara, él, Don Arturone, heredaría el poder total de esa Hamelín adormecida.
Hubo un hombre, tan sólo un hombre, el valiente Giuseppe, que se atrevió a denunciar a la infame mafia en la plaza pública, pero nadie le hizo caso. Todos, los poderosos y los humildes, vivían contentos, los primeros sabiéndolo todo, y los segundos no sabiendo nada, no queriendo saber nada.
Colorín colorado, esta fábula se ha acabado.
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